Y cada vez que el narrador intentaba, seca ya la fuente de su inspiración dejar la narración para el día siguiente, y decía: "El resto para la próxima vez", las tres, al tiempo, decían: "¡Ya es la próxima vez!"

Alicia en el país de la maravillas. Lewis Carroll

jueves, 18 de marzo de 2010

DOMINGO DE ELECCIONES

El domingo, la mayoría del pueblo despertó con los pajaritos. Era el día democrático por excelencia, el día en que la plebe tenía la oportunidad de guiar su destino, de elegir un posible modo de vida diferente. O al menos, al fin de cuentas, de creer que así lo hacía. El día de las elecciones.
Fausto se arregló bien su el cuello de la camisa. El hombre parado frente a él en el espejo, su réplica, tenía la barba bien arreglada. Se dio media vuelta, apretó el atomizador de la loción, se colocó su sombrero, y abrió la puerta. Una ráfaga de niebla helada llegó hasta sus pulmones. Desde su casa en el campo, desde el la mitad de la montaña en que vivía, contempló abajo el pueblito, y sus ojos buscaron tranquilamente “el coliseo” (como si fuese el único), mientras se decía a si mismo que era allá a donde, a pie, tenía que llegar. Entonces, comenzó a caminar pacientemente cuesta abajo.
En el coliseo no había casi por donde caminar. Fausto, desorientado, se arrimó a una de las mesas, donde una señora gorda y mal maquillada le indicó un sitio, al cual Fausto se dirigió enseguida, con su habitual paciencia. La idea era votar por aquel hombre honrado que le había llevado a él, a sus seis hijos y a su madre, sánduches y coca cola, a cambio de un voto. Aquel hombre honrado y buena gente, además de darles un pedazo de cielo con mostaza, rara especia, envuelto en papel aluminio, le había prometido casi que el verdadero cielo entero. La gente se apretujaba una contra otra, caminaba para allí, yendo de una urna a otra, de una mesa a otra, gente confundida, otra no tanto, pero en fin, demasiado desorden tratándose de un mecanismo concerniente “al orden y la distribución de la democracia”
Fausto encontró al fin su mesa e hizo la fila. Cientos de perfumes, transpiraciones, vapores, se mezclaban en el aire. Fausto, con su habitual paciencia, recorrió la fila que le correspondía y al fin llegó su turno.
Una vez en cabina, encartado con tantos cartones de colores en la mano, estuvo listo para cumplir su promesa. Votaría por don Euclides, aquel generoso señor caído del cielo, que había llevado a su casa humilde y cálida la promesa de mejores condiciones de vida. Fausto, sin embargo, al mirar los cartones electorales (eran seis, grandes, de diferentes tamaños y llenos de rostros que a él le parecieron, nunca ha sabido porque, de gente ambiciosa e hipócrita) estuvo confuso y mirándolos uno por uno una y otra vez, no supo qué hacer con ellos. Se limitó entonces simplemente a buscar el de Euclides Londoño entre todas esas caras, y como no sabía leer, no tenía otra forma de hallarlo. Al fin no dio con el rostro buscado, por lo que simplemente si limitó a marcar con una X, como sentenciándolos a muerte, los rostros que le parecieron mas bondadosos, los que más le agradaron. Echó los cartones a la urna, no sin tristeza por no haber cumplido su promesa, y salió de allí apresuradamente, con unas ganas tremendas, imprevistas incluso, de ir a abrazar a su familia y prometerles una mejor vida.

POR: Laura Milena Saldarriaga Aguirre

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