Y cada vez que el narrador intentaba, seca ya la fuente de su inspiración dejar la narración para el día siguiente, y decía: "El resto para la próxima vez", las tres, al tiempo, decían: "¡Ya es la próxima vez!"

Alicia en el país de la maravillas. Lewis Carroll

miércoles, 17 de marzo de 2010

Un café


En la mesa al lado del gran ventanal ella se aferraba a su mano, mientras él miraba a través del cristal las luces de los autos reflejadas en el asfalto mojado. Ella lloraba patéticamente, suplicante, como un perro sin dueño, tratando de alcanzar la mano que la acababa de soltar para tomar la taza de café. Indiferente, él bebió el último sorbo de ésta, y siguió mirando a la ciudad. Ella intentó, sin éxito, ocultar su eterno llanto al sentir que alguien se acercaba por detrás. –¿Algo más? – preguntó la camarera, y ante el silencio sólo tomó las tazas de café y se las llevó. Aquella imagen lastimera de los ex amantes le produjo asco, – como si no hubiera nada mejor por qué llorar – pensó, mientras entraba a la cocina y dejaba las tazas en el mesón, en el cual, agotada, se recostó. – ¡El expreso para la barra¡ – gritó un auxiliar de cocina a su lado. Sus piernas adoloridas por las várices la atormentaban cada vez que escuchaba la orden para servir a la mesa tal o cual, sin embargo, sus dos pequeños esperaban hambrientos en casa, y sus piernas nuevamente volvieron a reaccionar. El olor intenso del expreso cada vez se acercaba al hombre en la barra, aunque más que éste, le sedujo el increíblemente bien dotado trasero de aquella camarera que puso en frente suyo la taza de café. El quemón en sus labios después del primer sorbo lo sobresaltó, apartando la vista de esas redondas nalgas de la camarera que se alejaban en un brusco menear, obligándolo a volver sobre sí mismo. Tomó la pluma que estaba sobre la mesa y siguió haciendo cuentas en una servilleta. Le molestó su falta de concentración, cómo podía pensar en senos y culos, su mayor debilidad, justo en ese momento en que su vida pendía de una hilo. Para media noche, debía conseguir una módica suma de dinero, o ese sería el fin. Tomó un segundo sorbo de café y un disparo sonó afuera del café; sobresaltado, el hombre dejo caer al piso su taza de café. – Que torpe – pensó, mientras recogía del suelo los pedazos de porcelana barata, sin embargo un muchacho joven lo apartó y empezó a barrer los pedazos. Aunque algo torpe, su lánguido cuerpo manejaba con destreza la escoba y el recogedor, sin apartar sus ojos suplicantes y saltones, resaltados por el grosor de los cristales frente a éstos, de la chica que leía en la mesa del fondo. Cuánto tiempo la había amado en silencio, cuánto tiempo sirviéndole el mismo tinto oscuro y observándola estudiar. Esta noche le declararía su amor. El joven aún barriendo sobre el piso ya limpio fue interrumpido por la chica a quien miraba, que a lo lejos lo llamó. – Tráeme la cuenta –. Tras una tímida afirmativa con su cabeza, el joven empezó a arrastrar sus pies hasta la cocina. – Mañana, mañana seguro será. Al fin y al cabo, ya vamos a cerrar –.

Adriana Camacho

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