Y cada vez que el narrador intentaba, seca ya la fuente de su inspiración dejar la narración para el día siguiente, y decía: "El resto para la próxima vez", las tres, al tiempo, decían: "¡Ya es la próxima vez!"

Alicia en el país de la maravillas. Lewis Carroll

miércoles, 17 de marzo de 2010

UNA NOCHE MÁS

Entré al café. La luz tenue del lugar, casi bohemia, daba la sensación de un invierno perpetuo allí dentro, a pesar del verano. Serían acaso las nueve de la noche. Estaba vacío. Me senté en la barra.
María, la camarera, conocida ya hacía rato, me saludó, con su habitual sonrisa de niña. Le devolví el saludo. – que aretas tan bonitas, ¿Dónde las compraste? - Me preguntó. Le conté, y pedí un “bear’s coñac”, mi coctel favorito de aquel sitio.
Mientras me preparaba la bebida, miré extasiada uno de los lienzos que colgaba de la pared que estaba a mi derecha. Era un precioso abstracto con motivos entre volcánicos y, de una manera inexplicable, sensuales. La música era leve, tranquila pero penetrante, llenaba el lugar entero. Si mi oído no me engaña (no soy muy buena reconociendo la voz de algunos cantantes), era Robi Rosa quien persistía en los bafles. Llegó el coñac, y a la vez él, la persona, aparte del ambiente encantador, por la que solía yo frecuentar últimamente aquel lugar más de lo que acostumbraba. El corazón me brincó en el pecho, lo sentí, me supe viva. Entro despacio, con sus pasos elegantes y naturales, rara combinación. La elegancia suele ir acompañada de un poco de teatro. Solo aquellos que son, no quienes pretenden ser, saben ser elegantes sin que parezca actuado. Se llamaba Francisco, lo sabía porque una noche oí como una chica lo llamaba por su nombre. En ese entonces ya me gustaba y no pude evitar sentir envidia. Era moreno, alto y delgado, pero no demasiado, y su sonrisa hacía saltar palomas dentro de mí.
Esta vez estaba decida, esta vez le hablaría, lo invitaría a un trago, nada de nervios, me había puesto bonita y estaba perfumada; miraría sus ojos lejanos fijamente, pero intentando, claro está, y no solo intentando si no haciéndolo, no parecer muy atrevida, no parecer tragada. Se sentó en una mesa, solo, en una mesa para cuatro se sentó solo, y María fue a atenderlo. Intercambiaron unas palabras y ella fue a servir un aguardiente, y llevó consigo también un paquete de cigarrillos, vicio que me aterra pero que en las manos de Francisco era magia, clase y magia. Con mi reojo lo vi encender uno de los puchos, la luz de una candela apareció en la nada y luego se fue hacia la nada. Rara cosa.
Decidida, me paré de mi asiento solitario en la barra y me acerqué a él. Me senté a su lado, despacio, corrí la una silla despacio, mientras él me miraba sin parpadear. Mucho gusto, tal y tal, le dije, y le extendí la mano… iba a seguir hablando cuando el interrumpió. Lo que dijo me dejó sin palabras.
- Si, si, no tienes que hablar. Ya lo he notado. He visto como tratas de disimular. Je, si, tranquila, ya sé que soy irresistible, no tienes que decírmelo…
Lo miré unos segundos. Sin decir nada me paré, volví a mi sitio en la barra, mientras pensaba, pobre idiota…
Desde eso hace que no voy por esos lares.
POR: Laura Milena Saldarriaga

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